Por Stephen D. Morris. Publicado en La Silla Rota.
Perspectivas sobre la lucha contra la corrupción de López Obrador
Las amplias críticas dirigidas al presidente López Obrador a cerca de la lucha contra la corrupción suelen destacar dos puntos centrales. Por un lado, se expresan con cierta ironía cuando se refieren a la política de promover la honestidad en el gobierno desde arriba, particularmente cuando el presidente y su gobierno ofrecen el ejemplo de emular con honestidad sus acciones y que ello bastará para acabar con la corrupción. Según el presidente, eliminar la corrupción desde arriba es fundamental; pero sus críticos ven en esta afirmación “un engaño” puesto que todos los expertos sabemos que la anticorrupción requiere atención a las instituciones no tanto a los valores de unos pocos. Por otro lado, sus detractores se burlan de la política de punto final del presidente. En tanto que, López Obrador reconoce los problemas y las complicaciones que pueden suscitarse si se va contra presidentes anteriores; y es justamente aquí, donde sus críticos encuentran y subrayan como evidencia de la falta de un esfuerzo o deseo de investigar y sancionar a la corrupción, fomentando el grande problema de la impunidad. Con esta caracterización de la política anticorrupción del gobierno quizá es entendible su crítica. Sin embargo, el problema tal vez queda en su caracterización tan simple de la política y la falta de profundizar en algunas cuestiones teóricas.
Es decir, la caracterización de la política anticorrupción es un poco incompleta en varios aspectos o niveles. Primero, la política anticorrupción del gobierno de López Obrador es muchísimo más que estos dos componentes. Incluye un activa Secretaria de la Función Pública (SFP) quien está en un proceso de transformar a la Secretaría y, por lo tanto, a la administración federal. Ahora, la SFP maneja: las declaraciones patrimoniales y fiscales de más de un millón de servidores públicos; transparenta información sobre los sueldos y patrimonio de ellos; completa más auditorías internas que nunca, las cuales analiza no solo el uso del dinero sino también si la entidad o programa están logrando resultados; investiga y sanciona más oficiales por faltas administrativas que años anteriores; ofrece un nuevo sistema para denunciantes con mayores protecciones y un programa de integridad empresarial; promueve la profesionalización y capacitación de los servidores públicos; y contribuye al Sistema Nacional de Anticorrupción (SNA), entre muchas otras iniciativas. La anticorrupción del gobierno también incluye un activo director de la Unidad de Inteligencia Financiera quien en 2019 congeló cuentas bancarias por un valor de más de $5 billones en comparación de solo $70 mil millones al año anterior. Por supuesto, tales iniciativas y casos requieren tiempo. En fin, no cabe duda de que el gobierno del presidente López Obrador si está realizando acciones proactivas para abatir la corrupción y la impunidad que van más allá de la caracterización política de muchos de sus críticos. Hay que reconocer que aún hay problemas en ciertos campos y mucho trabajo por hacer, como en las escasas sanciones judiciales y la modalidad de contrataciones directas en las cuales han incurrido las dependencias federales; no obstante, hay cierto nivel de progreso como indican las mediciones internacionales (Índice de Percepciones de Corrupción 2019 y Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional) y nacionales (la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental de INEGI) sobre la corrupción.
Tengo la impresión de que la caracterización de algunos críticos es también limitada porque parece que siguen viendo a México bajo un sistema presidencialista y centralizado como en el Siglo XX y la época del PRI-gobierno, cuando un solo hombre era el responsable de todo. Ese México ya no existe: Debido a las reformas de 2015 y 2016 que creó el SNA – gracias al trabajo de organizaciones de la sociedad civil y la movilización popular – la política de anticorrupción en México no depende de un solo hombre, ahora incorpora muchos más actores que el presidente y su gobierno. Tan solo en el Comité Coordinador del SNA, por ejemplo, hay instituciones autónomas como el Instituto Nacional de Transparencia (INAI), la Auditoria Superior de la Federación (ASF), la nueva Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, la Judicatura (CJF), el Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA) y el Comité de Participación Ciudadana (CPC). Más aún, hay una Secretaría Técnica (SESNA), sistemas anticorrupción locales en cada estado (SEA), una política nacional contra la corrupción aprobado por el Comité Coordinador y un gran ejército de organizaciones de la sociedad civil dedicado a investigar la corrupción y las políticas públicas y exigir la rendición de cuentas. Hoy la arquitectura de la anticorrupción en México es tan compleja y de múltiples niveles y actores que un análisis o una crítica tiene que diferenciar cuidadosamente los problemas, su naturaleza y las responsabilidades. La política y los esfuerzos del presidente ya no son toda la política o acciones contra la corrupción en el país. Si hay problemas y faltas, de esto no cabe duda, pero tenemos que dirigir las críticas con mayor especificidad.
Al mismo tiempo, está la política del presidente de promover la honestidad como valor y creer que, si haya gente honesta en los puestos de arriba, con lo cual la pinza de abatir la corrupción podría empezar a dar mayores resultados. Sus críticos si tienen razón en decir que el mero ejemplo desde arriba no bastará. Y estoy de acuerdo en que es un poco ingenuo cuando el presidente proclama públicamente el fin de la corrupción simplemente porque él y su gente son honestos. Sin embargo, esto ilumina una cuestión teórica fundamental: ¿Cuál es la relación entre la corrupción de los niveles altos y bajos de un gobierno? ¿Cómo es la relación, digamos, entre la corrupción política y la corrupción administrativa? Si supongamos, por un lado, que la corrupción de los bajos niveles no puede existir sin el involucramiento, conocimiento, aquiescencia o consentimiento de los de arriba – porque se coluden con ellos o para comprar su lealtad política –, entonces cortando esta relación por medio de tener gente honesta e incorruptible en los puestos altos debería de tener un impacto abajo. Empero, si no es así, entonces, por otro lado, es de suponer que los políticos y altos funcionarios no pueden en realidad controlar la administración pública. En este caso, aunque sean honestos y sinceros, no pueden lograr que la administración cumpla con su deber. Su ejemplo para emular, en tal caso, será irrelevante.
En este sentido, es ilustrativo el caso de la corrupción en Estados Unidos donde hace años los políticos lograron una administración profesional con bajos niveles de corrupción. No quiere decir que no hay corrupción política en el sistema gringo – si lo hay – sino que lograron romper los nexos entre la corrupción política y la corrupción administrativa. Al final de cuentas, esto es una cuestión teórica fundamental relacionada al problema del porqué hay instituciones débiles – instituciones que no cumplen con las normas y no logran sus objetivos, como que padece México: un problema tratado muy bien en el libro reciente de Daniel Brinks, Steven Levitsky y María Victoria Murillo (comps.) The Politics of Institutional Weakness in Latin America (Cambridge University Press 2020).
Dr. Stephen D. Morris
Investigador y Coordinador del Laboratorio de la Documentación y Análisis de la Corrupción y la Transparencia, UNAM, y Colaborador de Integridad Ciudadana A.C.
http://www.integridadciudadana.org.mx/