Por Sergio González. Publicado en Etcétera.
En 2004, el gran experto electoral alemán, Dieter Nohlen, procuraba desentrañar si había una relación directa entre la justicia electoral y la consolidación democrática. Determinó que primero había que desentrañar la composición moderna de la legitimidad política. Concluyó que ésta proviene de dos fuentes: la legitimidad de entrada y la legitimidad de salida, a las que yo llamo, respectivamente, legitimidad de acceso al poder público y legitimidad de resultados eficaces en el ejercicio de gobierno.
En México, la legitimidad de acceso al poder se sustenta en el sistema electoral y como garantía cuenta con las normas e instituciones electorales, protectoras del derecho humano a la participación política. Por su parte, la legitimidad de resultados eficaces se sustenta en lo que llamo Sistema Nacional de Integridad Pública, que como garantía de su cumplimiento cuenta con las normas e instituciones de transparencia, derechos humanos, fiscalización, servicios profesionales de carrera, archivos, responsabilidades administrativas y persecución penal de la corrupción; todas ellas protectoras del novedoso derecho humano a la buena administración pública.
Nuestro país entendió hace años el dilema que Nohlen describió y los órganos autónomos son la expresión de esa claridad. Se trata de instituciones que no son elegidas y generalmente están dirigidas por un cuerpo colegiado, lo que significa haber atendido varias ópticas antes de adoptar acuerdos o resoluciones. Además, las y los integrantes de este cuerpo directivo son generalmente especialistas con experiencia en la materia, gozan de cierta inamovilidad y sus nombramientos tienen un plazo determinado.
Por ejemplo, la organización de las elecciones en este país es un servicio público y un bien público, pero también es una función de Estado que aporta paz social, educación cívica y desarrollo a nuestro régimen político entero. Así, la función electoral aporta civilidad política a la lucha por el poder público y la conduce por cauces jurídicos y procedimentales que a su vez le brindan respaldo social y reconocimiento ciudadano a la circulación de las élites y, al menos de inicio, al ejercicio de la autoridad recién electa.
En su libro más reciente, El Nuevo Cuarto Poder: Instituciones para la Protección de la Democracia Constitucional, el renombrado Profesor emérito de la escuela de Derecho de Harvard, Mark Tushnet, alega que los órganos autónomos modernos tienen una misión ulterior, profunda y central: dar soporte y proteger el sistema democrático entero. Inclusive los denomina nuevo cuarto poder, garantes de la gobernabilidad democrática y de la viabilidad y resiliencia políticas y jurídicas de nuestras repúblicas constitucionales. Los llama también Instituciones Protectoras de la Democracia.
Tushnet, doctor en Derecho, egresado de Yale y Harvard, argumenta las razones para considerar así a los autónomos; explica las lógicas estructural y funcional que subyacen a su creación y desempeño; y estudia los problemas y ventajas de su diseño institucional.
¿Cuáles son esas entidades independientes con ese encargo fundamental de salvaguardar las constituciones en sí mismas? Las defensorías y comisiones de derechos humanos, los órganos defensores de la integridad pública (como las auditorías superiores y las del combate a la corrupción) y las autoridades electorales, principalmente.
Estudia casos concretos como las comisiones anticorrupción de Brasil y Sudáfrica, así como las auditorías superiores de Canadá y de India, y las autoridades electorales de Estados Unidos, India y Corea del Sur.
El autor, cuyas líneas de investigación son Derecho Constitucional comparado, libertad de expresión y límites del poder presidencial, presenta el caso sudafricano como emblemático. Informa que el capítulo 9 de la Constitución de Sudáfrica se llama, precisamente, “Instituciones del Estado que sustentan la democracia constitucional”. Ahí se enlistan y regulan el Protector Público, la Comisión de Derechos Humanos, la Comisión para la Promoción y Protección de los Derechos de las Comunidades Culturales, Religiosas y Lingüísticas; la Comisión para la Igualdad de Género; la autoridad de radio difusión para la defensa del interés público; el Auditor General y la Comisión Electoral.
Si, dicha norma fundamental dispone expresamente que estas instituciones independientes, sujetas sólo a la Constitución y a la Ley, deben ser imparciales, ejercer sus poderes y realizar sus funciones sin miedo, preferencias o prejuicios; que los otros órganos del Estado deben ayudar y amparar a estas instituciones para asegurar su independencia, imparcialidad, dignidad y eficacia. Finalmente, que son responsables ante la Asamblea Nacional, a la que deben informar, cuando menos anualmente, de la realización de sus funciones y que ninguna persona ni institución podrá interferir en su funcionamiento.
Tushnet tiene razón. Las complejidades políticas y administrativas del Siglo XX engendraron a los autónomos y reconfiguraron la división de poderes histórica. Desde su nacimiento, ejercen funciones de Estado que los poderes públicos tradicionales ya no pueden ni deben desplegar. Son además, garantes de nuevos derechos humanos, cuyas exigencias y vigencia soportan a las nuevas democracias y dan vida a las constituciones auténticas. Así están. Que así sigan.
Sergio González (@ElConsultor2): Colaborador de Integridad Ciudadana, A.C. (@Integridad_AC). Maestro en Derecho Constitucional y Amparo y Doctorante en Derecho por la Facultad de Derecho de la Barra Nacional de Abogados. Catedrático UNAM en las facultades de Derecho y de Ciencias Políticas y Sociales. Congresólogo empedernido.