Por Alaska J. Zamora. Publicado en ContraRéplica.
Estoy segura de que muchos de nosotros recordamos con cariño a nuestra primera mascota. En mi caso, fue un perrito schnauzer precioso al que nombré Morgan, de ojitos cafés y pelaje gris, o al menos, así lo recordaba mi yo de 7 años. Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi, acostadito sobre mi alfombra de Winnie Pooh. Mi papá y mi tío lo subieron escaleras arriba y yo, llena de alegría, los observaba desde arriba. Esa imagen quedó grabada para siempre en mi mente, como una fotografía.
No recuerdo bien cuánto tiempo estuvo conmigo, pero aquel último año fue de muchos cambios: nos mudamos y también nació mi hermanita. En el nuevo lugar estaban construyendo una cisterna y, por su seguridad, decidimos que lo mejor era que Morgan viviera con mi abuelita. Le prometí que iría todos los días a verlo, le di un besito entre su nariz y sus ojitos y le dije que lo quería.
No sé cuánto tiempo pasó, pero recuerdo cuando mi mamá me dio la noticia de que Morgan había fallecido. Me dijo que quizás murió de tristeza y yo solo podía pensar, con culpa, que no lo había visitado lo suficiente. Fue hasta muchos años después que supe la verdad: Morgan no había muerto de tristeza, sino que se había escapado de casa.
Veinte años después, le conté la historia de Morgan a un querido amigo y compañero de trabajo. Asombrado, él recordó que un familiar había rescatado a un schnauzer curiosamente, en la misma zona donde yo viví. Al escucharlo por un momento imaginé que ese schnauzer rescatado podría haber sido Morgan. Sin embargo mis esperanzas se vinieron abajo cuando explicó que aquel perrito era negro, no gris.
Meses después, un primo mío encontró una foto antigua de Morgan. Cuando la vi, no lo podía creer: Morgan no era gris, era negro. En cuanto pude, le enseñé la foto a mi amigo. Él me respondió que estaba casi seguro de que sí era el mismo perrito que había rescatado su familiar. Días después, me reenvió el mensaje de su tío: «¡Sí era él! Dile que fue muy feliz y que murió de viejito». Mi amigo me dijo que al haber sido rescatado de la calle fue el consentido de la familia y que hasta aprendió a andar en patineta.
Ahora estoy por cumplir 27 años y han pasado 20 desde que tuve a Morgan por última vez en mis brazos y solo puedo pensar en que fue feliz, que encontró la familia que tanto se merecía, y en que los milagros o la magia existen; y si es así, estoy convencida de que aquellos “Morgans” que estén en la calle, también encontrarán un hogar amoroso que los cuide, así como a mi Morgan encontró la suya. Así como hoy puedo decirles que he podido rescatar y colocar a varios “Morgans” en hogares seguros para también cuenten historias extraordinarias.