Por Iván Arrazola Cortés. Publicado en ContraRéplica.
Probablemente, cuando la presidenta pronunció aquellas palabras: “No llego sola, llegamos todas”, no imaginó la trascendencia que alcanzarían, especialmente en un país donde las brechas de género siguen siendo profundas y estructurales.
No se trata únicamente del acceso desigual a la justicia o de la persistente inequidad salarial, sino de una realidad aún más compleja que engloba las múltiples funciones que las mujeres desempeñan en el hogar, la carga desproporcionada del trabajo de cuidados y las barreras sistémicas que limitan su pleno desarrollo en los ámbitos político, social y económico.
Su frase, lejos de ser una simple declaración simbólica, encapsula la lucha colectiva de generaciones de mujeres que han desafiado estructuras históricas de desigualdad y continúan abriendo caminos para transformar una sociedad que, a pesar de los avances, aún está lejos de garantizar una equidad real.
Este 8M nos recuerda que, aunque la representación política de las mujeres ha avanzado, todavía existen grupos cuyas voces quedan fuera de la conversación pública. Entre ellas, las mujeres privadas de la libertad.
De acuerdo con el Cuaderno Mensual de Información Estadística Penitenciaria Nacional de 2024, en México hay 232,829 personas en reclusión, de las cuales 13,297 son mujeres. Además, el 69% de la población penitenciaria tiene entre 18 y 39 años, lo que evidencia que la mayoría son jóvenes en edad productiva. Sin embargo, estas cifras no solo reflejan números, sino historias de desigualdad, exclusión y abandono institucional.
No todas las mujeres tienen la posibilidad de salir a manifestarse o exigir mejores condiciones de vida. Hace unos días, se hizo público un caso que expone con crudeza esta realidad: una joven pareja, ante la imposibilidad de cubrir las necesidades básicas de su hijo recién nacido, tomó la desesperada decisión de abandonarlo en la calle. Diana, una madre de 21 años, enfrenta ahora un proceso judicial que, con toda probabilidad, la condenará a pasar varios años en prisión, sin que el sistema de justicia tome en cuenta su condición de vulnerabilidad ni las circunstancias que la llevaron a tomar esa decisión extrema.
Desde la perspectiva del poder político, el 8M se ha convertido en una fecha dominada por lo políticamente correcto, donde la clase gobernante lo reduce a un acto de conmemoración simbólica que, al día siguiente, se disuelve en discursos sin impacto real. Mientras tanto, las problemáticas que afectan a las mujeres continúan sin cambios: inseguridad en las calles, violencia intrafamiliar en los hogares, falta de acceso a la justicia y desigualdad estructural.
Las agendas del 8M son diversas y complejas, abarcando desde el derecho a una vida libre de violencia hasta la exigencia de condiciones equitativas en todos los ámbitos de la sociedad. Sin embargo, esta pluralidad de demandas suele ser minimizada por la indiferencia institucional, que se manifiesta en la falta de respuestas concretas y la simulación de políticas públicas sin impacto real. Mientras cientos de madres recorren el país en busca de sus hijos desaparecidos, las autoridades siguen sin enfrentar la crisis con la urgencia y la seriedad que merece.
Mientras tanto, los gobiernos optan por la creación de fiscalías especializadas, que, lejos de ofrecer soluciones efectivas, se convierten en un eslabón más del ya de por sí engorroso sistema judicial. En lugar de generar estrategias estructurales, adoptan una mirada asistencialista que reduce la profundidad del problema y deja a miles de mujeres sin herramientas efectivas para exigir justicia y transformar su realidad.
En los próximos años, el movimiento feminista debe seguir siendo una fuerza incómoda para el poder político, recordando que no se trata de un solo día de discursos elocuentes y ceremonias simbólicas, en los que se entregan reconocimientos a las mujeres solo para luego regresar a las mismas dinámicas de exclusión y violencia. Las movilizaciones deben seguir ocupando las calles, pero también impulsar iniciativas que visibilicen, denuncien y exijan cambios reales.
Es imprescindible evitar que el movimiento sea reducido o encasillado en una única narrativa. Sus demandas son amplias y abarcan múltiples dimensiones de la justicia social, la equidad y los derechos humanos.
En un país donde la violencia, la pobreza y la exclusión afectan de manera desproporcionada a las mujeres, es necesario que el feminismo siga interpelando al Estado y a la sociedad, cuestionando las estructuras de poder y exigiendo transformaciones profundas. Porque si bien muchas han logrado avanzar, aún hay quienes, desde la cárcel, la marginación o la desesperanza, siguen esperando que el cambio llegue para ellas también.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC