Por Iván Arrazola Cortés. Publicado en ContraRéplica.
El Partido Acción Nacional (PAN) es la fuerza política más longeva en la historia contemporánea de México. A lo largo de sus más de ocho décadas de existencia, ha demostrado una notable capacidad de adaptación frente a los cambios de un entorno político complejo. Sin embargo, hoy enfrenta uno de los mayores desafíos de su historia: redefinir su rumbo en un contexto adverso, marcado por el predominio de una fuerza política y un panorama poco optimista para las oposiciones.
En sus orígenes, el principal dilema del PAN era decidir si asumirse como una oposición leal dentro del sistema o abrir un frente directo contra su histórico adversario, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Optar por la “oposición leal” implicaba participar en procesos electorales bajo reglas poco equitativas, denunciar los abusos del poder y exigir el respeto a los resultados, sobre todo a nivel municipal. Paradójicamente, el episodio que más legitimidad otorgó a su lucha fue su decisión de no participar en la elección presidencial de 1976, debido a un conflicto interno que impidió designar candidato. Esa ausencia evidenció la falta de competencia real en el país y sumió al régimen priista en una crisis de legitimidad, que derivó en la trascendental reforma política de 1977.
Durante su camino al poder, el PAN encontró aliados diversos, aunque su fortaleza se consolidó principalmente gracias al apoyo de la sociedad civil y los grupos empresariales del norte y occidente del país. La legitimidad del partido se cimentó en sus cuadros y liderazgos, muchos de ellos provenientes del sector empresarial, que contaban con la credibilidad suficiente para cuestionar abiertamente al régimen priista.
No obstante, una vez que el PAN alcanzó la presidencia en el año 2000, todo cambió. El triunfo de Vicente Fox sorprendió incluso al propio partido: un liderazgo atípico, externo a las estructuras tradicionales, llevó al PAN al poder. Sin embargo, esa falta de experiencia en el ejercicio gubernamental pronto se evidenció. El segundo sexenio panista, encabezado por Felipe Calderón, profundizó las dificultades: su decisión de lanzar la “guerra contra el narcotráfico” marcó el inicio de la militarización del país y generó un alto costo político y social. Tras doce años en el poder, el desgaste era evidente, y la derrota de 2012 confirmó una pérdida de rumbo.
El declive se acentuó con la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder en 2018, quien no olvidó la polémica elección de 2006. Desde entonces, el PAN perdió la brújula. La ausencia de liderazgos sólidos, sumada a la alianza con el PRI y el PRD a partir de 2021, diluyó aún más su identidad histórica como partido de principios. La candidatura presidencial de 2024 —una figura identificada como “neopanista”— simbolizó el fracaso de una generación que creció bajo el amparo del poder y fue incapaz de interpretar los cambios sociales y políticos que demandaban renovación.
Uno de los momentos más delicados para el partido fue la condena de Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública durante el gobierno de Calderón acusado de nexos con el crimen organizado. El PAN fue incapaz de asumir responsabilidad o realizar una autocrítica. A ello se sumó la actuación de figurasdel partido como los Yunes, quienes decidieron cambiar de partido y votar junto con Morena la reforma judicial, evidenciando la fragmentación interna.
En un intento por recuperar legitimidad, el partido presentó en días recientes una nueva imagen: cambio de logotipo y una estrategia política basada en la “apertura total a la ciudadanía”. Entre las medidas anunciadas destacan la eliminación de candados para la afiliación, la implementación de elecciones primarias abiertas y la promesa de independencia partidista, renunciando a futuras alianzas.
Pese a ello, el PAN sigue sumido en una crisis profunda. Sus liderazgos nacionales están fuertemente cuestionados —desde su presidente hasta figuras como Ricardo Anaya— y su discurso parece desconectado de las demandas ciudadanas. La idea de que recuperar la identidad pasa por renunciar a las alianzas es, en el mejor de los casos, una estrategia insuficiente; en el peor, un error de cálculo que reduce la renovación a un cambio meramente cosmético.
En realidad, la pregunta central que el PAN debe hacerse es: ¿qué tipo de partido quiere ser en el futuro? ¿Será capaz de hacer una depuración interna para deslindarse de los liderazgos cuestionados por corrupción? ¿Asumirá una postura crítica ante el poder o preferirá una postura más conciliadora a cambio de ciertas concesiones? ¿Mantendrá su política de no alianzas aun sabiendo que una oposición fragmentada difícilmente podrá competir con la fuerza de Morena?
El futuro del PAN depende, más que de sus estrategias mediáticas, de su capacidad para reconstruir su legitimidad moral y política. Si no logra reconciliarse con la sociedad y ofrecer una alternativa creíble, corre el riesgo de convertirse en una oposición meramente testimonial, irrelevante en un país que, más que nunca, necesita contrapesos democráticos reales.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC

