Por Manuel Cifuentes Vargas. Publicado en Etcétera.

Cuando se conjuga el elemento político social jurídico como voluntad general unitaria de decisión para la creación o recreación de formas de Estado, de Gobierno y de sus funciones y alcances, en una interpretación política educada, se estatuye y expresa lo que hoy conocemos como “soberanía”. Así es como debe entenderse el concepto de “pueblo soberano”, como un todo unitario; no fraccionado, ni pedazos de pueblo como les gusta a los populistas. El problema es que, en el quehacer político diario, los autócratas lo manipulan malévolamente a su antojo para justificar su ejercicio perverso del poder, que son conductas y actos totalitarios, dejando sentir que son fieles intérpretes y cumplidores de los mandatos del pueblo soberano.

La idea de soberanía, aunque no con este nombre, nació en la mente y pluma de los italianos Marsilio de Padua (1275 – 1342) y de los legistas Bartolo de Sassoferrato (1313 – 1357) y Baldo de Ubaldis (1327 – 1400), quienes le dieron las primeras pinceladas allá por el siglo XIV. Pero quien completó el cuadro y creó el primer concepto y lo bautizó ya con este nombre fue el francés Juan Bodino (1530 -1596) en el siglo XVI; “y de ahí pal real”, como dice la expresión popular, se ha venido decantando, refinando y redefiniendo con el tiempo, hasta alcanzar la conceptualización filosófica con sus múltiples interpretaciones y alcances que hoy tenemos en la doctrina, así como la real que mejor les acomoda a los intereses prácticos de los países para los efectos internacionales conforme a la normativa de este tipo. Pero al final del día hay coincidencia en el sentido medular de que la soberanía, metafísica y pragmáticamente, tienen el mismo símbolo en cuanto a que es lo mayormente alto; lo más supremo. Para hacerlo más patente, aunque suene a pleonasmo, es la majestad suprema.

Como dice el austriaco Hans Kelsen, la soberanía es una palabra multívoca; esto es, que tiene múltiples significados. Al margen de a quien se la atribuyan los doctrinarios, ya sea a un orden, a una comunidad, a un órgano o a un poder, se le considera “… como lo más alto, como lo supremo por encima de la cual no puede haber una autoridad más alta que limite la función de la entidad soberana, que obligue al soberano. Y no podemos encontrar para este término ninguna otra expresión más sensata que la de ‘la más alta autoridad’ ”.[1]

La soberanía es una unidad de voluntad que se expresa mediante una decisión unitaria tendiente a establecer, al través de la normativa, instituciones, fines y reglas de convivencia políticas, sociales y para el desarrollo económico para procurar bienestar, conforme a las notas que identifican, conforman y vinculan política, social y culturalmente a una nación. Tiene la libertad y capacidad total de decisión y de autodeterminarse. Por eso, cuando habla la soberanía siempre lo hace en libertad.

La soberanía originaria es un poder superior y majestuoso no sometido a nada ni a nadie, porque es la veta de la que nace todo. Por lo tanto, no conoce ni tiene límites. Es un Poder sin fronteras que puede llegar a donde quiera y en el momento que lo desee. Es el origen sin fin al interior de un país, y solo atenuada en su expresión exterior, ante la imperiosa necesidad de mantener una convivencia civilizada con el resto de sus pares en el mundo tendiente a la mutua cooperación para el desarrollo y en abono de la paz mundial.

Por lo dicho, figurativamente de momento se me viene a la mente que la soberanía se asemeja al legendario Jano, a aquel mítico dios de la antigua Roma representado en la forma de un ser de doble rostro contrapuesto que mira en direcciones contrarias que simboliza la dualidad; es decir, los opuestos que conviven en un solo ser. Solo que en la soberanía sus dos caras no son contrarias ni opuestas, sino que es un solo poder que proyecta sus decisiones en lo interno y en lo externo, según el lado del que se debe observar y aplicar la soberanía como país.

Ahora bien, la soberanía, sin perder su esencia como poder único de decisión de la voluntad general, también se puede señalar que cuenta con dos categorías: la originaria y la derivada. La soberanía originaria, pura o virgen también se le podría decir, funda y define la unidad y cohesión del país estableciendo su estructura institucional inamovible, mientras que la derivada es aquella que proviene de la originaria que inventó y constituyó o que reconstituyó al país, por lo que se encuentra limitada a no tocar los pilares fundamentales del andamiaje que sostiene al Estado constitucional instituido. Una soberanía derivada, política, jurídica ni institucionalmente, nunca podrá asemejarse, compararse y menos asumirse como si fuera la originaria.

Por eso la soberanía es el poder primario en sí mismo. Como hecho político jurídico humano sublimado en sociedad organizada, es el principio del que nace todo; esto es, toda obra político jurídica creativa. Es el inagotable manantial de majestad de donde brota un piélago de decisiones fundantes y fundamentales para la organización y estructuración de la sociedad organizada, que se vacían en una Constitución para darle forma al Estado y a su gobierno.

En efecto, es el Poder que lo puede y lo hace todo. Tan es así que incluso, por medio del Poder Constituyente Originario, hace la Constitución y en ella formula la forma en que se ha de constituir y organizar el Estado y, por ende, la forma de gobierno que lo ha de conducir; las funciones de sus órganos; los derechos y obligaciones que, “en un primer saque”, debe tener la población, así como el procedimiento para su permanente actualización. De ahí que los Principios Rectores de la Constitución sean intocables por cualquier otro órgano constituido, entre ellos el Poder Constituyente Permanente que, como parte de los poderes constituidos, aunque con funciones especiales que le otorga la soberanía originaria a través de la propia Ley Fundamental, solo está encargado de revisar y actualizar la Constitución en los renglones que no lo limita.

La soberanía, al través de los órganos legislativos que la representan, es de donde permanentemente está emanando la ley; es decir, el orden constitucional y legal que norma al Estado, con sus efectos al interior y al exterior de este último en su convivencia culta con sus pares en el mundo; esto es, con otros estados en el terreno internacional.

Es por eso, que es un concepto político social jurídico que atañe al Estado, pero no porque este ente sea su origen, bifurcada hacia el interior en razón de supremacía y hacia el exterior en un plano de igualdad, respeto mutuo y colaboración para el desarrollo y la paz. Para efectos del exterior, como persona político-jurídica en su relación con los demás estados, el Estado es un ente legalmente constituido y soberano. Esta vertiente externa determina la independencia e igualdad político-jurídica frente a los demás estados, dictaminando su derecho “a regir su propia vida”. Esto es, ejercer el gobierno supremo dentro de su territorio, determinando la no intervención de los demás estados y la autodeterminación en sus asuntos domésticos. De ahí que la soberanía total o absoluta, imaginariamente, es como el ave que en su cuerpo tiene dos alas que despliega al mismo tiempo en su vuelo, cubriendo esos dos espacios: el interior y el exterior.

Por otra parte, hay quienes la identifican o asemejan con la autarquía, que en buena medida existía en los entes preestatales en la antigüedad milenaria, como ya lo decía Aristóteles, y hay quienes la ven totalmente distinta y que nada tienen que ver. Veamos lo que nos dice sobre el particular el georgiano francés Michael Mouskeli, recargándose para tal propósito en George Jellinek. “Lo que, según Aristóteles, caracterizaba al Estado antiguo era la autarquía. Ahora bien, la noción de la autarquía no tiene nada que ver con la de soberanía. Autarquía significa una condición del Estado en virtud de la cual los esfuerzos que realizan los hombres para completarse mutuamente alcanzan su mayor realización dentro del Estado. Es, pues, indispensable que el Estado se organice de modo que se baste a sí mismo, que no necesite de ninguna otra colectividad. En la práctica puede depender de otras colectividades en ciertos aspectos, y con   ello no contradice en nada a su esencia.  Lo esencial es que tenga la posibilidad de bastarse, que pueda encerrarse dentro de sí mismo, pues de lo contrario dejará de ser un Estado. no podemos deducir de esta noción consecuencia alguna que se refiera a las relaciones de un Estado con los demás Estados, ni a la naturaleza y alcances del poder estatal interior.”[2]

igualmente inclinándose sobre el mismo pensador alemán, José López portillo y Pacheco va en el mismo sentido de que el concepto antiguo de autarquía “no tiene parentesco alguno con el moderno de soberanía.”[3] Yo creo que, en todo caso, quienes a fuerza de quererle encontrar a la autarquía algunos rasgos de parecido con la soberanía, lo que caracteriza mayormente su sello distintivo, tiene que ver con el elemento económico; esto es, el de autosuficiencia en este renglón; en tanto que el de la soberanía es eminentemente el amplio poder político jurídico que lo puede todo.

También hay que apuntar que en los últimos tiempos la versión externa de la soberanía ha sido muy maltratada y cuestionada su total validez, relativizada por la globalización del mundo político de que se compone el mosaico mundial de naciones, rompiéndose en este sentido fronteras soberanas nacionales, no territoriales, de los países en su interrelación internacional. Y es que hoy ninguno podría sobrevivir solo y aislado de los países semejantes. Las autarquías ya no existen. Hoy los estados totalmente autosuficientes no los hay. La globalización del mundo “se los comió” y les ha impuesto una nueva forma de vida ineludible de la que no se pueden distraer ni sustraer.

Y hay pensadores que incluso la ven como un obstáculo y, en el mejor de los casos, como un freno al desarrollo internacional. Tal es el caso de Mouskheli quien, para mejor fidelidad de sus palabras, escribe que “la noción de la soberanía, o sea la calidad de poder supremo que no actúa jamás por otra determinación que la de su propia voluntad, calidad que era común atribuir al Estado, es una de las que más han obstaculizado el desarrollo racional de las relaciones internacionales. Hasta los comienzos de la actual centuria (se refiere al siglo XX) no hemos empezado a caer en la cuenta de la inmensidad del daño que ha producido; hace pocos años aún que algunos autores, muy contados al principio, pero cada vez en mayor número, se resolvieron a revisar esta noción anticuada, siendo pocos los que, después de ver su absoluta falsedad, se atrevieron a rechazarla pura y simplemente. La mayoría ha optado por conservarla, depurándola, adaptándola a las nuevas condiciones sociales y jurídicas. Pero sucede que o bien la despojan de su sentido lógico e histórico y solo conservan el pomposo nombre de ((soberanía)), o bien sus teorías padecen de las consecuencias de múltiples contradicciones de que les es imposible desembarazarse.

“Y es que la tradición secular, los hábitos inveterados, la aureola de que se ha rodeado a esta noción, impiden e impedirán todavía durante mucho tiempo el desarrollo del Derecho Público. Sin embargo, es una tarea necesaria, urgente. Hay en juego intereses ingentes. Las nociones que ya no responden por completo a las circunstancias modernas deben ser revisadas. Es algo completamente lógico. La vida es un movimiento incesante, y es preciso que también el Derecho cambie, so pena de ((fracasar en su misión, que consiste en interpretar los hechos)).”[4]

En contraposición con esta tesis, López Portillo dice que no es un obstáculo. Afirma que “el poder se convierte solo en un medio para el cumplimiento de la función soberana, implicada no sólo como facultad, sino también, y fundamentalmente, como obligación. Y de ese modo la idea de soberanía se convierte en condición del Derecho internacional y no en su obstáculo, como es común oír …”[5]

Ahora bien, ¿y por qué es razonable que la soberanía emane y la tenga el pueblo y no ningún órgano del Estado y menos una o unas personas? Por el solo y simple hecho de que partiendo de los clásicos tres elementos primarios y, por ende, vertebrales que componen al Estado: pueblo, territorio y gobierno, como podremos ver, el único elemento humano de la composición del Estado es el pueblo; los otros dos son instituciones creadas por la necesidad de contar con una organización social por múltiples necesidades y conveniencias, por un pueblo determinado. Luego entonces, el origen y la razón de ser del Estado es el pueblo, pues sin pueblo no hay Estado, mientras que sin los otros elementos, aún si se quiere en sus formas más primitivas, podría existir un pueblo. Sin pueblo no habría gobiernos y sin pueblo no existirían demarcaciones político jurídicas territoriales. Sería el estadio natural ancestral del mundo. Por eso es lógico, obvio y natural, al margen de su concepción y atributo político-jurídico, que la soberanía nazca del pueblo y no que se la quieran atribuir a personas u órganos. De ahí que, en un país verdaderamente educado el que deveras mandata es el pueblo, porque es el dueño de los países, no sus gobernantes.

La legitima y verdadera soberanía que es el poder para decidir, solo es posible que se exprese en plena libertad en una auténtica democracia; no en la ficticia de una y de otra que acuñan las autocracias, porque éstas son como el agua y el aceite que se repelen; en otras palabras, porque no puede haber soberanía, libertad ni democracia en las tiranías y en las dictaduras. En los despotismos se inventan. Sería antinatura política que hubiera una auténtica y legitima soberanía que produjera gobiernos fascistas. En el cuerpo, esencia y alma de la soberanía siempre se encuentra la voz de libertad y democracia de las sociedades organizadas en su duradero proyecto político-jurídico de país. Su ser, su nombre y su voz es por esencia la eterna libertad.

Por eso, cuando es ultrajada a base de la fuerza por los totalitarismos, en los días sin luz siempre queda vivo el fuerte espíritu y esperanza de recobrar la libertad para expresarse nuevamente al través del renacimiento, reverdecimiento y florecimiento de la democracia.

16 – septiembre – 2024

[1]. Kelsen, Hans. El Derecho Internacional y el Estado. En “Derecho y paz en las relaciones internacionales”. Editora Nacional. México. 1974. PP. 103 y 104.

[2]. Mouskeli, Michael. Teoría Jurídica del Estado Federal. Editora Nacional, S. A. México. 1981. P: 44.

[3]. López Portillo y Pacheco, José. Génesis y Teoría General del Estado Moderno.  3ª edición IEPES. Dirección de publicaciones. PRI. México. 1976. P. 516.

[4]. Mouskheli. Ob. Cit. PP. 41 y 42.

[5]. López Portillo. Ob. Cit. P. 527.

Manuel Cifuentes Vargas Doctorante en Derecho por la UNAM.