Por Vladimir Juárez Aldana. Publicado en ContraRéplica.

“El mexicano no es ni siquiera un hombre enfermo: es un hombre herido”

El laberinto de la soledad, Octavio Paz

Cuenta la leyenda que, en aquellos años dorados, el presidente no se equivocaba, en realidad era culpa del sol que no daba cuenta correcta del horario en el que aquel hombre trabajaba por el pueblo. Eran tiempos donde el presidente no polarizaba, más bien, era culpa de aquellos que no pensaban igual que él. Eran tiempos donde no se era ni de izquierda ni derecha, si no todo lo contrario, se era pueblo bueno.

Estas y frases similares eran muy comunes en aquel México en el cual vivió el presidencialismo. En aquel entonces se vivía un país donde los hombres caminaban tras el paso de la embestidura presidencial buscando gracia de las dádivas del hombre que encarnaba el poder. Eran tiempos donde el pueblo acudía a socorrerse de su gracia para que la justicia, “aquella señora que no se pasea por los jacales”, se hiciera presente y rindiera cuentas al llamado y voluntad del presidente.

Era un México donde el hombre elegido por el voto popular – ilustre y magnánimo – recorría los secos y sedientos caminos de la pobreza; rodeado y agasajado por el pueblo que aplaudía y extendía el brazo con fe para que su suerte cambiara si era tocado por la bondad de aquel hombre que, con una instrucción benevolente pero enérgica, señalaba cualquier punto del horizonte de hierva o selva, de monte o jacal, para pronunciar las palabras que todos esperaban escuchar: “¡Hágase la carretera!” “¡Constrúyase el puente!” “¡Aquí! Una escuela” “¡Allá un mercado y más para allá, el tren!” “No habrá impunidad” “Encuéntrese a los culpables” “Será un hecho histórico”.

Una vez pronunciadas aquellas palabras por la figura presidencial, la administración pública lo resolvía todo todo todo hasta hacerlo realidad: Ni un centímetro más, ni un centímetro menos, solo ahí, donde el dedo del señor presidente había señalado su hechura, su deseo. Y si por alguna razón no fuera así, entonces, la historia se equivocaba y sería castigada.

Quienes vivieron aquellos años del presidencialismo postrevolucionario cuentan historias, mitos y leyendas de un hombre poderoso que lo podía todo, todo, todo. Lo mismo le daba regalar tierras, que otorgar dinero, que construir hospitales, que construir trenes, que otorgar el perdón, que reescribir la historia e incluso concedía milagros.

Tanto era el amor del pueblo por aquel hombre que encarnaba la voluntad popular que, tradiciones y costumbres le atribuían poderes sobrenaturales sobre las decisiones que tomaba. Era capaz de hablar con la madre tierra, de “hacer”gobernadores, diputados y ministros como quitarlos. De hacer que la realidad fuera mentira y la mentira verdad. Él decidía quién o quiénes podían apelar a la gloria de la justicia, de la absolución o del castigo, pues la justicia era una profesión bien pagada que gozaba de su total amor y confianza.

La inteligencia nata e intuitiva del presidencialismo lo dotaba de una sabiduría de precisión milimétrica que le permitía saciar o estimular el apetito de su gente rehusando la realidad a cambio de momentos lúdicos llenos de morbo, de perpetrar sospechosismo o de castigar públicamente el prestigio de quienes ante sus ojos merecían ser castigados.

Su popularidad garantizaba poderes legislativos y ministros afines, pues su voluntad era inquebrantable para decidir y forjar la suerte de la clase política que podría acompañarle sexenio tras sexenio. Él decidía la fortuna de la reelección o el infierno del olvido político.

Los “mejores momentos” del presidencialismo en México fueron aquellos donde se movía en un sistema sin pesos ni contrapesos. El desprecio y amor del presidencialismo por las instituciones se controlaba desde el báculo mágico de su partido político; pues desde ahí se decidía y catalizaban las diferencias u oposiciones para elegir encargos y despachos que apalancaban su trayecto y acompañamiento servil. Era capaz de colocar o encausar a sus opositores. Él lo decidía todo.

Aquel presidencialismo ejercía el poder de una forma personal que doblegaba a sus tímidos, torpes, corruptos o funestos opositores. No había paz para ellos; no existían las tibiezas o las vacilaciones. Pues el presidencialismo no conoce de los términos medios: Es un tiburón que lo devora todo.

Sin duda, el presidencialismo se forjó desde la manipulación mediática, pues es la pieza central que construía realidades paralelas. Cualquier indicio de una nuevaagenda que no sea puesta por él, recibirá su desprecio y descrédito inmediato.Pues el presidencialismo no compartía el poder, su mente tenía claro que el poder se hizo para imponerse, para arrebatar si es necesario, para ejercerse según su voluntad y capricho.

Hoy, los Otros Datos recuerdan aquel presidencialismo que vivió en el México posrevolucionario. Valdría la pena preguntarnos si ese presidencialismo que causó tanta desigualdad y engaños descansa en el pasado o se esconde en nuestras heridas. Al tiempo.

Vladimir Juárez. Colaborador de Integridad Ciudadana A.C. @Integridad_AC @VJ1204