Por Manuel Cifuentes Vargas. Publicado en Etcétera.
La democracia, como la mejor forma de gobierno y de vida que conocemos, es atemporal. Es atemporal porque política, social, económica y culturalmente ha trascendido fronteras temporales, espaciales y culturales, siendo altamente valorada, estimada y aceptada por sociedades de los más diversos contextos. La democracia además es atemporal porque, mientras no haya un sistema mejor, desde que milenariamente se pensó, inventó y puso en práctica en el tiempo y en el espacio, con su natural evolución y mejoría, nació para la eternidad como una encomiable forma y estilo de vida en las sociedades.
En su trayectoria ha tenido reveces de parte de las autocracias, porque en sus constantes luchas la han ofendido, mancillado y la han tratado de eliminar de manera definitiva del tablero de ajedrez político. Pero por más que se han esforzado, nunca la podrán matar total y definitivamente; esto es, para siempre, porque, a la manera del Ave Fénix, de sus cenizas renace e iza el vuelo hacia nuevos horizontes prometedores de vida en sociedad. Una y otra vez resurge con renovados bríos y nuevos paradigmas, modernizando su entorno y eterno ciclo trascendente de vida.
A veces muere su cuerpo físico de manos de tiranos y dictadores; pero no su esencia, espíritu y valor. Muere su cuerpo material; pero no su alma, porque ésta es inmortal. El alma de la democracia es un estado natural sublime de conciencia pura de vida en sociedad. Es su quinta esencia de la resurrección, renovación y esperanza perpetua de vida de esta forma superior de gobierno identificado con la sociedad. El alma de la democracia está en el pensamiento y corazón del ser humano en sociedad. Es el amor profundo por la libertad, la igualdad, la fraternidad, la unidad, la solidaridad, la cordura, el bienestar y la felicidad; esto es, el desarrollo pleno educado y civilizado.
Aún en tiempos aciagos, que políticamente están al día y acechan, mientras se conserve la mente libre y el corazón dispuesto, persistentemente se tendrá la imaginación y fuerza para volar y recuperar la libertad y, con ella, el renacimiento y restauración de la democracia.
La democracia ya no es solo un sistema de gobierno como lo fue antaño. Hoy su innovada sustancia y alcance va mucho más allá de esta visión puramente formal. Considerando que el gobierno emerge de la voluntad soberana del pueblo y que se funda en una mutua relación educada entre gobernantes y gobernados, la democracia, dotada de un carácter progresivo, ahora es concebida como todo un sistema de vida organizada en sociedad, en la que todos quedan comprendidos: mayorías y minorías, pues se trata del mejoramiento, bienestar y desarrollo integral de la población en general; esto es, en sus cuatro grandes espacios: político, social, económico y cultural.
A la democracia nunca la han podido sepultar para siempre; es decir, darle la extremaunción para su descanso perpetuo, por más que lo intentan los malos y perniciosos gobiernos que pretenden eternizarse a costa de suprimir libertades, derechos y aspiraciones. La democracia podrá doblarse algunas veces; pero no se quiebra totalmente. Hoy puede caerse; pero mañana se levanta y empieza otra vez. Históricamente así ha sucedido después de librar duras batallas: se vuelve a levantar y emprende de nueva cuenta el vuelo. Cuando la han destruido, en sus cenizas siempre queda latente un signo vida. Queda sembrado el germen del instinto y espíritu sempiterno de lucha para su reaparición. Este es su imborrable ADN. Hay días nublados y de tormentas, pero también días llenos de luz y esperanza.
En las autocracias, invariablemente revestidas de un pensamiento omnipotente y grotesco sentimiento de divinidad, adoptan y hacen suya, porque consideran que les es connatural, la frase de “el Estado soy yo”. Es el super yo. Es el egocentrismo y alabanza en su máximo esplendor y nada puede existir ni haber sobre el autócrata, porque cree que él es el soberano y la ley; y hace que lo acepten y lo reconozcan como tal. Como ser supremo, se forma la creencia de “la soberanía y la ley soy yo”, en contraposición a la correcta concepción democrática de “la soberanía somos todos” y de ésta emana la ley. Como luego se dice, por eso “hace y deshace”. Su sentir de supremacía y arrogancia lo hace imponer y elimina leyes e instituciones a su libre albedrio y antojo, y no acepta ni respeta resoluciones de ninguna institución que lo contradiga.
El autócrata se considera seleccionado mediante un soplo divino y que, por lo tanto, encarna al Estado, por lo que estima que es el único que, ejerciendo el poder absoluto y duro, debe y puede decidir los destinos del Estado, así como que su permanencia en el poder político debe ser duradero, ya sea por sí mismo o por interpósita persona. Tiene la creencia que sin su persona el Estado se desmorona al no continuar con sus designios políticos de apócrifo superdotado y místico.
Por el contrario, la democracia se identifica y abreva en ese binomio y relación dúctil de gobernantes y gobernados, porque en esa sana interrelación plural y participación, lo que se procura es el bien de todo y de todos. Es la constructiva y saludable libertad y unidad en la diversidad y la pluralidad. En la democracia se conjuga, amalgama y sintetiza la idea y realidad de que “el Estado somos todos”; no solo un sector de la población por amplio que sea éste. En la democracia conviven en forma constructiva, justa y razonada las mayorías y minorías. En el encuentro y dialogo democrático es precisamente donde se privilegia el valor de la palabra, de los consensos, de los acuerdos y de los compromisos para mejor construir, con una visión más amplia; esto es, diversa y plural, en la que encajan todas las visiones.
La auténtica democracia nunca se identifica con la omnipotencia, con la dureza, con el pensamiento único, con el sectarismo, con la discriminación, ni con un solo tipo de clase. Esta es la generosidad de la democracia; nobleza que no tienen las tiranías ni las dictaduras.
Las autocracias siempre están sustentadas en ideologías radicales que incluso llegan hasta a lo irracional y en el adoctrinamiento de la población, cayendo esta última en la ignorancia, envenenamiento, en el automatismo político, en el servilismo y en la pobreza social, mientras que en las democracias florece el libre pensamiento y expresión, riqueza de voces y plumas que le dan mayor y mejor valor y contenido a la democracia en su constante progresividad, ánimo de superación e innovación.
Una mente sana no puede estar con las tiranías y dictaduras, al menos que padezca la enfermedad de éstas. La autocracia es un estado político mental enfermo. Y los totalitarismos lo son política, social, económica y culturalmente. El exceso de poder hace daño y enferma, por eso debe estar apropiadamente balanceado y moderado, toda vez que, por los desequilibrios y falta de templanza, se dan esas desviaciones toxicas hacia las formas de gobierno totalitarias, lo cual pone en riesgo a los estados cuando no hay convicciones serias, firmes, responsables ni juicio.
Por eso mismo, los gobernantes a veces caen en la tentación a la traición, y cuando finalmente la consuman, no respetan las formas puras de Estado ni de Gobierno, transformándolas en formas impuras de gobiernos totalitarios, porque esa especie de gobernantes no tienen una sólida convicción sobre esas formas puras, sino que solo las usan de escaparate; de maquillaje, porque en el fondo traen arraigado el virus de la maldad e inclinación hacia las formas impuras totalitarias. No respetan a veces ni a las formas de Estado, transformándolos en otros tipos de estados infectados por ese virus maligno.
La lucha permanente entre la democracia y la tiranía y dictadura, aún con su distinta contextura, que al final del día estas dos últimas tienen el mismo rostro autócrata, es la lucha continua entre el bien y el mal para los pueblos.
Como ya lo dijimos en las primeras líneas, en su incesante lucha contra la autocracia, la democracia es ni más ni menos que la viva personificación de esa Ave Fénix por su indomable resistencia a no dejarse enterrar para siempre por la autocracia. Simbólicamente es como esa mítica ave: a veces muere; pero renace política y socialmente con nuevos bríos y horizontes. En el tiempo y en el espacio, muchas veces se ha dado este ciclo de muerte y renacimiento con rejuvenecida energía.
A diferencia de las tiranías y de las dictaduras, que siempre son estáticas en su forma y contenido de dominio y opresión, la democracia es un símbolo de constante innovación en sus caracteres para vivir mejor.
Hay que empezar a poner los cimientos de un imperio; pero no el del concepto histórico que conocemos como forma de Estado y de Gobierno. Hablo de un imperio de la democracia imperecedera, porque por lo menos hasta el momento, no hay otra forma de vida político social que nos garantice la libertad para pensar, para expresarnos, para superarnos, así como para fraternal y solidariamente vivir y convivir en el marco de una sociedad políticamente educada. Por lo menos, esa es mi conducta de vida permanente.
Es cierto que la democracia muere con la tiranía y con la dictadura, ya sean estas blandas o duras, a veces disfrazadas disque de democracia, pero vuelve a renacer con la fuerza y ánimo de las personas libres; con la entrega y entereza; con el valor de la palabra y del dialogo y con el sentido y deseo de querer vivir en libertad, bienestar y felicidad. En tres sencillas palabras, de vivir bien. En democracia el hombre se levanta de nuevo para alzar con energía los brazos y la voz, para decir ¡Soy socialmente libre! ¡No soy súbdito! ¡Soy ciudadano! ¡Somos de distintos caracteres! ¡Pero somos iguales!
Así como en el interminable ciclo de la vida estacional la primavera es el renacimiento de la naturaleza, metafóricamente con el anochecer del invierno las frías autocracias fenecen, y llega el despertar político de la nueva vida con la primavera de la democracia.
MANUEL CIFUENTES VARGAS
Doctorante en Derecho por la UNAM.